Mi
padre tenía una tienda de palabras. Se le ocurrió montar el negocio a raíz de
leer un artículo de Juan José Millás. Siempre fue un idealista y le pareció que
de esta forma cumplía dos sueños: honrar al genial escritor y vivir de las
palabras.
Mi
padre creyó que sería imposible sacar adelante el negocio (recuerdo cómo odiaba
utilizar este sustantivo al hablar de cultura) pero, quizá por primera vez en
su vida, erró. Según él, su éxito fue consecuencia del amor que sentía por su
producto.
Recuerdo
a mi padre etiquetando palabras, con la delicadeza del músico que hace sonar un
dulce instrumento. Recuerdo estar multitud de noches acomodado en la mecedora
que fabricó para mí, mientras delicadas bolsas de verbos, sustantivos, conjunciones,
adverbios o frases hechas, decoraban los estantes de la tienda. Recuerdo su paciencia
al tratar de enseñarme lo moldeable del lenguaje, lo precavido que debía estar
frente a todo aquel orador capaz de hacer magia con las palabras, la
importancia, en fin, de escoger la palabra exacta en el momento concreto.
Mi
padre disfrutaba atendiendo personalmente a cada cliente. Por su tienda circularon
multitud de historias. Era común ver al enamorado buscando adjetivos para componer
un poema con el que declararse o al escritor desesperado que no lograba encontrar
el verbo exacto. Los clientes se marchaban satisfechos. La relación
calidad-precio era excepcional, a juzgar por la cantidad de clientes que
repetían.
Sólo
una vez mi padre enfureció. El motivo fue que un político quiso adquirir palabras
del estante “De doble sentido” para redactar su discurso. Mi padre intuyó sus
intenciones y declinó la venta. Añadió que sus palabras no serían cómplices de
un engaño masivo. El político replicó su intención de adquirirlas de
contrabando.
Mi
padre ha sido feliz. La tienda ha estado abierta treinta años y nunca le han
faltado clientes. Cada noche deseo vivir una vida como la suya, ayudando a mis
iguales con algo tan humano como el lenguaje. Ahora, sin embargo, se ve obligado
a cerrar. Le han detectado una enfermedad que, si no fuese por sus
consecuencias, estoy seguro le resultaría de una enorme sonoridad: Alzheimer.
Quizá esta afección borre sus recuerdos, sus palabras, sus capacidades para
hablar de forma coherente, pero no podrá con nosotros.*
*Este relato ha sufrido pequeñas modificaciones que, sin alterar contenido, creo lo han hecho mejorar en calidad lectora.
-------------------
Este microrrelato (o relato muy corto) ha recibido una mención de honor en un concurso muy especial sobre la espantosa enfermedad del Alzheimer organizado por CEAFA de Mijas (Málaga). Es todo un placer y un orgullo poder darle más luz a esta enfermedad degenerativa y hacerlo de la manera que más me gusta: escribiendo: gracias