Salió
temprano de casa. Debía participar en la junta interdepartamental que estudiaría
el ajuste de personal. Los anfitriones serían el Coordinador General y el
Comité Ejecutivo de la zona Este, “muy implicados en vuestro proyecto”. Mostrarían,
además, la virtudes que proporcionaba la movilidad exterior, la
descentralización geográfica, las amplísimas oportunidades de progreso personal
y laboral que ofrecían. “Ningún trabajador sensato rechazaría esta oferta. Tienen
ante ustedes una excelente manera de conocer otras culturas”. La conclusión fue
esperanzadora: parte de la empresa sería recolocada en La Unión Europea. Las
condiciones se respetan, “faltaría más”. Él era uno de los afortunados.
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Salió
de casa y aún era de noche. El día anterior le habían “invitado a participar” en
la reunión donde concretarían el brutal ERE que le afectaba. Allí estaría el
jefe y sus socios (dos cuñados y tres concejales), los cuales, para muchos, no
tenían rostro. Fueron claros: si no querían irse “a la calle”, debían aceptar la
propuesta. “Europa no es tan grande; peor sería vivir en Estados Unidos”. Cobrarían
lo mismo. “Si queréis a vuestros hijos, ya sabéis. En la puerta tengo cien
esperando vuestro empleo”. Él fue uno de los perjudicados.
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