Torso
al aire. Posición defensiva. No hay titubeos. Ambos púgiles se miran con
desprecio. Empieza el combate.
A
los pocos segundos, un gancho no consigue alcanzar el mentón del rival, pero el
siguiente golpe, tirado con rabia, alcanza la zona renal. La realidad se
tambalea. Retrocede y se frota la mano. Sacude la cabeza y frota sus ojos. El
impacto ha sido duro, pero se recompone rápido. Debe afinar los golpes. Hace
una finta pero no contraataca. El rival es más ágil de lo que suponía.
Siempre
mirando los puños del adversario, siempre pensando rápido, ignora la mejor
forma de lanzar un ataque certero. Había infravalorado a su contrincante, que parecía
esperar el momento exacto para dejarlo KO.
Entonces
observa una zona desprotegida. El rival no defiende sus pómulos y, al compartir
altura, decide lanzar un directo. Si ataca rápido y esconde sus intenciones, lograría
vencer. Debía ser efectivo como un cirujano. En caso de alargarse el combate, perdería:
el púgil que tenía enfrente no era, como supuso, tan vulnerable.
Saturado
de odio, ataca. El golpe alcanza el objetivo y su mano comienza a sangrar. Cansado,
sonríe. Cree haberlo machacado. Trozos de espejo se amontonan por el suelo.
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