COSAS QUE HACER TRAS LA MUERTE
El
negocio de los paraguas de papel revolucionó el mercado de los complementos. Mi
madre y yo hubiéramos apostado que jamás funcionaría algo de esas
características. Por fortuna no lo hicimos; habríamos perdido. Pero cómo suponer
que algo tan trivial como que el frío no existe, sino que es ausencia de calor,
terminaría golpeando a mi padre de forma tan decisiva. Cenábamos, con la
televisión cuchicheando de fondo, cuando se lo comenté. Entonces calló y,
creyendo haber realizado el silogismo irrefutable, sin caer en la tremenda
falacia cometida, sentenció, “Si no existe el frío, no existe la lluvia,
ergo…”. Aunque lo ignoraba, había cimentado las bases de un próspero negocio. O
de una próspera locura, quién sabe.
Se
puso a trabajar esa misma noche. Transcurrió algo más de una semana aderezada
de planos surrealistas y muchas horas de trabajo pero logró finalizar su primer
paraguas de papel, el cual poseía unos tintes de papiroflexia que le daban un
punto diferente.
El
siguiente objetivo era lucirlo por la calle y dar a conocer el producto. Mi
madre y yo pensábamos que era el último paso hacia el descalabro final, que la
fronteriza soga de la cordura y la locura estaba demasiado tensa y esa misma
tarde la rompería. Pero de nuevo pasó algo nos dejó perplejos: en una céntrica
calle de Valencia tuvo que subastar el paraguas porque varias personas querían
adquirirlo. Se formó un tumulto que podría haber terminado en algo grave. Pero
al fin concluyó la subasta y, tras más de media hora de pujas, tal como nos
contó mi padre, el beneficio que obtuvo fue considerable. Más considerable si
tenemos presente los tiempos en que nos hallamos sumidos y el material que
empleó para la construcción del paraguas: papel, de diferentes tipos y marcas,
pero papel. Y a partir de este hecho, sin que apenas nos percatásemos, habíamos
alquilado un local, contratado personal y luchábamos por la buena salud del negocio
como si fuera una parte anexa a nuestro cuerpo. Pasamos, como el que de un día
para otro se vuelve loco, de tomarnos a chiste su idea a trabajar por ella como
si fuese nuestra.
La
meta siguiente fue vender al extranjero. Empezamos exportando a países poco
lluviosos temiendo que los consumidores sospecharan que aquel paraguas de papel
sería poco efectivo para un día de tormenta. Pero fue inútil que reparásemos en
aquello. A los tres meses de exportar el producto, nos empezaron a entrar llamadas
de Londres y otras zonas con precipitaciones cuantiosas, que se entremezclaban
con otras de países donde no llovía ni una semana al año. La gente parecía empaparse
del encanto del aquel extraño híbrido.
La
empresa llevaba seis meses creciendo a un ritmo inmejorable. Nuestro local, que
todavía no estaba adaptado para venta al por menor, estaba repleto de paraguas de
papel apilados por los rincones. El espacio que nos quedaba era el justo para
caminar y poder seguir fabricando más artículos. Además, todos los paraguas
eran de fabricación artesanal, lo que siempre da un plus al producto. Así, unos
trabajábamos el papel, doblándolo y dándole forma, otros eran expertos en cola
y montaje de varillas y algunos se encargaban de la decoración exterior.
Descartamos el uso de máquinas sin tener un motivo claro. Tampoco hacía falta.
Los paraguas de papel parecían no poseer un objetivo claro y se vendían mucho
mejor que si lo tuviesen. A veces es mejor no dar explicaciones por todo lo que
uno hace o centrarse en la parte menos visible —que no invisible— de las cosas.
Lo
que sí ampliamos fue la variedad de paraguas que ofertábamos: teníamos de
señora y caballero, de niño y niña, adaptables para carritos de bebé y también
de diferentes tamaños: pequeños, para llevar en bolsos o en la guantera del
coche; o más grandes y trabajados, para acudir a eventos como bodas o reuniones
de trabajo. Tratamos de cubrir toda la demanda que solicitase el mercado. Y si
algo no lo teníamos, nos comprometíamos a fabricarlo y rebajar un 10% del
producto al cliente.
Viendo
le evolución positiva del negocio, decidimos alquilar otro local. Este lo
usábamos exclusivamente para la venta al por menor. Con ello conseguimos
abaratar el coste de venta al público y satisfacer la creciente demanda de
paraguas de papel que se estaba generando. La tienda poseía una decoración
acorde con nuestra línea empresarial. Por ejemplo, la teníamos repleta de
estanterías vacías, que sorprendían y gustaban a los clientes, de sillas sin
asiento, ordenadores que no funcionaban pese a que los usábamos de manera
constante para buscar productos en stock,
una radio que no emitía sonidos aunque no cesábamos de ponerle cedes, e incluso
de una estufa de leña que jamás encendíamos y de la que nos quejábamos que no
calentaba un carajo. También gustaba mucho las bolsas sin asas que, además, se
rompían al instante de poner el producto. Había quienes compraban
exclusivamente estas bolsas porque decía que le eran muy útiles.
Fueron
los clientes que poseían estas bolsas los que nos regalaron la idea de ampliar
la gama de productos puestos a la venta. Así, empezamos a comercializar
bolígrafos sin tinta, teléfonos sin auriculares o gafas sin cristales.
La
ética corporativa autoimpuesta era la de satisfacer a todos los clientes.
Quiero decir que en todo momento se le informaba al comprador del producto que
adquiría, así como de sus principales características. Nadie salía estafado de nuestra
tienda, sino satisfecho. La mayoría de clientes repetían. Algo hacíamos bien.
Con
el tiempo mi padre tuvo una idea descabellada, pero visto el resultado de su
anterior ocurrencia, aceptamos escucharla. La nueva línea empresarial
consistiría en ofrecer visitas guiadas por la ciudad sin moverse del sitio
donde uno montara al bus. Incluso propuso que compráramos autobuses sin ruedas
ni volante, no fuera a dárseles un uso inapropiado. Continuó explicándonos que
en el folleto anunciaríamos visitas por El Carmen, La Plaza de la Virgen o Velluters, y por sitios más modernos
como La Ciudad de las Ciencias y las Artes o el Circuito de Fórmula 1, aunque
lo más novedoso de todo sería, como había comentado, que el autobús no avanzaría
ni un metro. Lo tendríamos estacionado en la puerta de la tienda, cobraríamos
un precio elevado por persona y les desearíamos una feliz visita.
Ni
qué decir tiene lo criticados que fuimos. Las primeras semanas, de hecho, nos
vinimos abajo porque pensamos que aquello había sido el mayor despropósito,
mayor incluso que el de vender chubasqueros de seda o gorras de cristal, pero
fue cuestión de tiempo que la idea calara entre los turistas. Montamos una
pequeña agencia de viajes para gestionar nosotros mismos esta nueva parte del
negocio y en cosa de dos meses tuvimos que contratar nuevos guías turísticos
que no decían ni una palabra y otro par de autobuses que no se desplazaban. El
ayuntamiento trató de comprar el negocio pero nos negamos. No se puede vender
lo que no se tiene, argumentamos, que no podíamos venderle un guía que sólo
dice “hola” y “adiós” ni un bus que no funciona, porque no tendrían con qué
pagarnos, buenos días están invitados a darse una vuelta con nosotros, y
colgamos, orgullosos de haber cerrado la puerta al Estado.
Lo
más sorprendente fue que aquella oferta hizo que mi padre tuviera una ocurrencia,
si cabe, más descabellada. Nos comentó, durante la cena, que iba a presentarse
a las elecciones. Mi madre y yo no pudimos aguantar una carcajada —esta vez fue
imposible contenernos. Yo incluso me preocupé y temí que mi padre padeciera un
principio de enfermedad degenerativa. O un final, vete a saber dónde está el
principio y el final de algo. Cuando callamos nos contó su pretensión: “Será un
partido político sin políticos, como es lógico. Tampoco poseeremos sede ni
manifiesto fundacional. Mucho menos una línea de política clara, ¡faltaría más!
Sólo haremos una pequeña campaña de publicidad para darnos a conocer y el resto
vendrá por sí solo. Empezaremos por las elecciones locales y provinciales; de
ahí daremos el salto a la política nacional. Yo calculo que con diez años cumpliendo
estas pautas, y siguiéndolas rectamente, las posibilidades de gobernar el país
serán bestiales! Es así de simple. Por supuesto, yo seré algo así como el
presidente honorífico, pero haré poquísimo dentro del partido, será un cargo
simbólico, nada más, ¿qué os parece?” Tratamos de persuadirle con argumentos
que se derretían conforme los exponíamos al calor de la realidad. Le dijimos
que primero aunáramos fuerzas en el negocio familiar y retomáramos el timón del
mismo, algo abandonado los últimos meses. Hasta aquí todo fue bien. Pero luego
añadimos, además, que la gente no estaba chiflada, que nadie votaría a ese
partido, que la gente desea políticos de verdad, con carisma e ideas… “Sí, algo
así como sucede con los paraguas de papel” sentenció. Sólo pudimos darle la
razón. “O como aquella vez que gané un concurso literario y de premio recibí un
taller de escritura creativa” añadió con ironía, recordándonos lo estúpido que
le pareció aquella actitud, “como si a un karateka le regalasen un curso de karate
por quedar campeón mundial” apostilló. Poco más podíamos hacer mi madre y yo
para persuadirlo en su convicción. Es más: optamos por respaldar su iniciativa.
Pero
menuda iniciativa. Para empezar, la funcionaria del Ministerio del Interior nos
reconoció. Dijo que utilizaba y hasta regalaba a menudo alguno de nuestros
productos, como la lupa opaca o el pegamento deslizante. Luego nos preguntó por
nuestra visita al Ministerio y le explicamos el caso. Yo pensaba que reiría
hasta caerse de la silla, pero, cuchicheando y mirando alrededor, comentó que
le parecía una idea excelente, magnífica, digna de alguien con visión de futuro
y que su marido y ella votarían al partido con una ilusión que no recordaba.
Después se interesó, mientras rellenábamos el documento oficial de registro,
por la situación de la empresa y nuestros productos para la campaña de Navidad.
Le dijimos que todo iba genial y que gracias por su interés pero teníamos
prisa, adiós. Respondió que ya nos llamarían sus superiores con una cosa u
otra.
Desde
el Ministerio se pusieron en contacto con nosotros a los tres meses y nos
dieron el visto bueno para la andadura del partido político. El funcionario de
turno aseguró que le explicó a un superior suyo (¿habrá techo de superiores?)
quiénes éramos, pues al principio se tomó a broma nuestra solicitud. Y para
sorpresa suya, su superior también adquiría nuestros productos, pero más para
sus hijos que para él porque, según le dijo, no disfrutaba demasiado con los
patines sin ruedas ni con la bicicleta sin pedales. En fin, le pregunté si ya
podíamos darnos a conocer y dijo que sí. Pero antes de colgar me preguntó qué
haríamos con la policía y las armas si alguna vez gobernábamos, que si también
serían policías que no patrullasen y armas que no disparasen. De inmediato le
dije que sí, que por qué quién nos había tomado. Contestó que ya vería si nos
votaba y colgó.
Como
en los otros retos iniciados, éste también finalizó con un éxito desmesurado.
En menos tiempo del previsto inicialmente, nos alzamos con la presidencia del
Estado. Por descontado, cumplimos con las promesas electorales de no designar
políticos, ni presidente, ni establecer una línea clara de mandato. Lo
prometido fue respetado. Lo que sí me dejó algo trastocado fue lo que dijo mi
padre mientras cenábamos, cuando le pregunté si alguna vez hubiera imaginado un
éxito tan rotundo y si veía futuro a todo lo que llevábamos entre manos.
—
¿Acaso lo dudas? —preguntó sin preguntar, siguiendo su estilo. —El futuro, no
lo olvides, pertenece a las ausencias.
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Con este relato gané el III concurso organizado por la Falla Laurí Volpí de Burjassot junto otros organizadores. ¡Mi primer relato ganador! Espero os guste.
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